El pasado martes, 27 de diciembre, tuvo lugar la presentación del reciente libro de José Luis García Martín Arena y nada (La Grúa de Piedra), en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander. Les dejo con el texto que el poeta Lorenzo Oliván leyó a modo de presentación.
Foto (Se Quintana). Diario Montañés
GATOS SIN DUEÑO
Hoy tengo el
gusto de poder presentar en mi tierra (no es la primera vez que lo hago, pues
también presenté hace años en el Aula de Letras su libro de poemas Al doblar
la esquina) a un amigo que me acogió con mucha generosidad en la suya durante siete años, en mi etapa de
universitario.
Así
que he decidido hablarles de él primero desde una mirada entrañable, como si
dijéramos con las gafas de la sola amistad,
y luego desde una mirada más neutra, con las gafas del crítico.
CON
LAS GAFAS DE LA SOLA AMISTAD
Lo
primero que tengo que decir es que José Luis García Martín resulta un amigo
puñetero, picajoso, punzante, fustigador, enredador, liante, discutidor hasta
el más puro delirio, un amigo en definitiva que te obliga a estar con la espada
de la inteligencia y del ingenio desenvainada, siempre dispuesta al abordaje,
si no quieres dejarte arrancar la piel a tiras, ser colgado del palo mayor o
arrojado a los tiburones. Seguro que mis neuronas, en buena parte por él, se
volvieron menos acomodaticias desde que lo conocí allá por 1987 (hace ya casi
25 años, qué vértigo), y que tienen que
agradecerle el arte sutil de la
conversación que le saca punta a todo,
esa conversación en la que uno jamás puede bajar la guardia, en la que
se busca la chispa, y la explosión de
los argumentos enfrentados, por el bien de la intensidad, y por el bien, en
expresión literaria, del ruido y la furia que no cesan y que hacen que la
fiesta no decaiga jamás.
Él
ha contado muchas veces, y también lo cuenta en el prólogo del libro que
presentamos hoy, el deslumbramiento que le produjo cuando tenía 14 años su
visita a la primera biblioteca, que suponemos la del número 3 de la calle
Jovellanos en Avilés. Sin ese descubrimiento no se entiende al Martín devorador
de libros, y al Martín que los reinventaba y cambiaba en su cabeza porque sólo
le dejaban sacarlos de uno en uno, y
porque existían los fines de semana y las vacaciones. Imagínense ese
deslumbramiento de un adolescente y ahora imagínense a jóvenes de 18 y 19 años,
con sus primeras y pedestres lecturas poéticas, a los que alguien como García
Martín abre de par en par su biblioteca personal, repleta de la más variada
poesía extranjera y española. Mis amigos y yo, poetas como José Luis Piquero,
Pelayo Fueyo, Xuan Bello, Silvia Ugidos, Javier Almuzara y tantos otros,
tuvimos a nuestro alcance, a esa edad crucial, una casa llena hasta los topes
de poesía de todos los tiempos y lugares para hacer las delicias de cualquier
paladar. Hay que decir al respecto, en contra de la imagen de dogmático que
tienen de él algunos, que García Martín, al pedirle consejo sobre lecturas
posibles, siempre nos recetaba, según el estilo o poética que viese en cada uno
de nosotros, autores distintos, con los que pudiésemos sintonizar. Y en las
celebraciones era asimismo el amigo que conoce bien tus gustos y elige el
regalo mejor, la lectura que sabía que te tocaría más fibras sensibles.
En
aquella época, este temido crítico tenía asignada una página entera en el
suplemento cultural del periódico principal de Asturias, La Nueva España. A
menudo yo cambiaba las clases de los viernes en la Facultad de Filología por la
lectura, en cualquier café de Oviedo, de esos apasionantes artículos. Y si
había discrepancias o emocionada coincidencia de pareceres o dudas que se me
habían creado, me acercaba a tomarme con él el segundo café de la mañana, éste
bien conversado, en Los Porches. En la Facultad jamás me hablaron de Rilke, de
Keats, de Kavafis, de Auden, de Eliot, de Larkin, de Eugenio de Andrade, de
Pessoa (bueno, sí, una analfabeta que por no saber no sabía que Alberto Caeiro
era un heterónimo). No digamos ya nada de escritores y poetas últimos. Sin
embargo, por paradojas de la vida la Universidad ovetense malgastaba por
entonces la sabiduría de García Martín teniéndole enseñando fonética o
no sé qué otra rama de la lingüística en la Escuela de Magisterio.
Supongo
que él se vengaba dando clases
magistrales en las tertulias Oliver y San Remo, donde el que aquí les habla
aprendió más de poesía que en todas las asignaturas y en todos los cursos de
doctorado universitarios.
La
crítica suele estar empeñada en sumarle estatura a quien hace tiempo que ya no
crece más y en restársela a quien sí que
está en edad de crecimiento. En ese contexto habitual, García Martín, muy
juanramonianamente, siempre ha alentado a los jóvenes, ha puesto peros a los
mayores, y ha enterrado a alguna que otra momia de olor rancio que, según
otros, salía de su tumba en olor de multitudes. Donde el crítico corriente
nunca se moja, él acostumbra a soltar un fresquísimo y sano chaparrón. A veces
se le descubre contando sólo una media verdad, pero como contrapartida muchas
veces es el único que se atreve a contar verdad y media.
Se
puede estar de acuerdo o en desacuerdo con lo que opina, con algunas de sus
valoraciones del hecho poético o con su canon personal. Así y todo no creo que
haya nadie que le pueda discutir su profundo conocimiento de la poesía, en
especial de la de los últimos 111 años, por utilizar una cifra redonda, es
decir, de la de todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI.
“Era
duro estar solo, pero mucho más aún sentir vergüenza de estar solo”, dice en
uno de sus poemas. Pese a tanta tertulia y tanta charla, pese a tanta crítica
atrevida y demoledora, estamos ante un gran solitario y un gran tímido. De ahí
su necesidad de fabricarse una segunda piel, una coraza; de ahí su pasión por
Pessoa y los juegos de apócrifos. Cuando dirigía la revista Jugar con fuego
más de uno felicitó a Ángel González o a Francisco Brines por poemas
supuestamente de ellos que había escrito el propio García Martín.
Hay
un Martín chispeante, puñetero, sabio, sagaz, analítico, que es el que lleva
brillantes gafas de miope y es el que mira hacia fuera. Pero a veces en la
tertulia se quitaba las gafas un momento y con ellas un pedazo de máscara, y
asomaba el rostro cansado, frágil, sensitivo, interrogante, angustiado del
solitario que es. El que asoma en su mejor poesía, en títulos para mí
indispensables como Treinta monedas o el citado Al doblar la esquina, esa
poesía llena de monólogos dramáticos, esa voz llena voces que nos hablan en silencio cuando uno,
alejado del cliché en que nos encasilla un rol social, encerrado consigo mismo
sólo puede hacer tertulia con su legión de fantasmas.
CON LAS GAFAS DEL CRÍTICO
García
Martín nos da el dato en la introducción de Arena y nada de que suele hojear
al menos 5 libros al día, de los que acostumbra a leer uno en profundidad. Si
multiplican esa cifra por 365 días y por, pongamos, 45 años la cifra que se
obtiene es la de 82.125, libros de los que este lector voraz habla con algún
mínimo conocimiento de causa o con muchísimo conocimiento de causa. Pero es que
estamos ante un autor que ha practicado todos los géneros y que lleva más de medio
centenar de títulos publicados entre poesía, ensayos, diarios, narrativa,
teatro o traducciones. Sólo en este año 2011 han aparecido el conjunto de
relatos Las noches de verano, la antología poética La aventura, el diario Para entregar en mano, Lecturas y lugares (entre el diario y el artículo
literario) y el libro de versiones que hoy presentamos.
No
resulta de extrañar que una de las sombras tutelares de este escritor sea
Borges, no sólo por su erudición, sino por la mezcla que se da en el maestro
argentino de una erudición de verdad y de mentira.
En
su primera gran recopilación de versiones y traducciones, La Biblioteca de
Alejandría, decía haberse inspirado en títulos harto significativos. Quédense
con ellos : Versiones y diversiones de Octavio Paz o Aproximaciones de José
Emilio Pacheco. Yo añadiría, aunque allí no se menciona, el de su amado amigo
Víctor Botas, Segunda mano, en el que Botas arremetía contra los traductores
fieles diciendo que la fidelidad en este terreno de la traducción suele denotar
una clara impotencia. En la misma
dirección, García Martín afirma: “Los libros son material perecedero que
necesita renovarse cada día. En materia de lectura no tengo nada de amante
fiel, sino más bien de promiscuo don Juan” y se define como “sultán libidinoso
que no se conforma con su nutrido harén”.
Estamos
ante una especie de gran caníbal de la poesía, que cree que cada lector ha de
hacer de ella carne de su carne, en un acto desaforado de amor, que da riqueza
al propio hecho poético.
Por
si alguno no se ha dado cuenta a estas alturas el escritor que hoy tenemos aquí
es un tipo con carácter al que le gusta tener en todo la última palabra, y que
ha hallado en este terreno de la traducción un campo perfecto para poner sus
puntos sobre sus íes y para enmendarle la plana al más pintado. Si ya le he
retratado antes inventándose poemas de Ángel González o de Brines, ¿cómo no va
a inventarse poemas de autores lejanos en el espacio o el tiempo o incluso por
qué no va a inventarse a los autores mismos? Sabemos por ejemplo que Yakamochi,
al que aquí se le atribuye un poema titulado “Dentro y fuera”, fue un poeta
japonés del siglo VIII, uno de los compiladores de la primera antología poética
en la historia japonesa, en la que
él transcribió, reescribió y rediseñó un
número desconocido de antiguos poemas. García Martín no sólo reescribe y
rediseña sino que va mucho más lejos. Para comprobar la labor de reescritura
basta con comparar por ejemplo el poema dedicado por Antonio Beccadelli a una prostituta
y el que nos encontramos en “Arena y nada”, con cambios, cortes importantes y
modificación radical de la estructura originaria buscando un final más
contundente. Pero aparte uno se pregunta si junto al Yakamochi real existieron
o no Kon Myógum, Tu Chi Nang y tantos otros, o García Martín está jugando a
engañarnos como a chinos. ¿Hemos de creer que en la Ville de Menton encontró un borrador inédito de Jean Cocteau que traduce coplas populares escuchadas
durante sus estancias en Andalucía o estamos ante legítimos juegos de espejos
que ya utilizaron en nuestra propia literatura Fernando de Rojas o Cervantes?
Cada cual que haga sus apuestas, pero para despejar la incógnita deberían tener
en cuenta que a este autor le apasionan las fantasmagorías y que por estas
páginas cruza el fantasma de un tal Alvaro Fueyo que recuerda al poeta de carne
y hueso Pelayo Fueyo, y aparecen unos supuestos poemas de Benito Soto, el
pirata de Pontevedra, que el traductor duda que sean de Benito Soto y que
atribuye más bien a Alvaro Cunqueiro. “A
veces traduzco la clase de poemas que nunca me atrevería a escribir”, dejó
dicho en La Biblioteca de Alejandría. Y como una gran mascarada podría verse
este conjunto, pero , ojo, recordando que la impunidad de las máscaras saca a
la luz a menudo una personalidad encubierta. ¿Cuánto de dolorosa confesión
martiniana puede haber por ejemplo en estos tres versos atribuidos a Cocteau? :
Qué triste / tener siempre razón / y equivocarme en todo”
Aparte
de como gran amante caníbal de la literatura, García Martín se retrata también
como un adicto a los amigos y un adicto a los viajes. “Estas vagas antologías
temáticas se leyeron en una reunión de amigos que lleva celebrándose
puntualmente cada viernes, desde hace más de treinta años”, nos advierte.
Teniendo en cuenta que son diez las secciones, la estructura recuerda vagamente
el Decamerón, con sus diez jornadas, aunque aquí no cuadren a diez
composiciones por cada una. En esas reuniones para dejarse ser en amistad, como
decía Gil de Biedma, la peste de la que se huye es de la soledad, porque,
contradiciendo a Pessoa, la literatura para este poeta, como se nos indica en
una de esas diez partes, siempre ha sido
su manera de no estar solo. Los viajes,
como digo, y el ensalmo de los nombres constituyes otras presencias reales e
importantes en el libro. Aquí pasamos del cementerio lisboeta “Prazeres” a
“Charing Cross Roud”, haciendo escala en Mondoñedo o una villa francesa. Por
ahí asoma mucho el escritor de diarios que habita el Hotel "Universo".
En
definitiva, he aquí un libro tan ancho como el mundo y que abarca miles de años
porque quien lo ha escrito sabe que el hombre, en las culturas más distantes,
no varía en lo esencial. (Jardines de bolsillo. 3000 años de poesía tituló
García Martín su anterior recopilación de versiones). Un libro cuyo fin es convocar sombras (a
menudo tramposas, a menudo chinescas) que lo que resaltan es el perfil, las
obsesiones, las predilecciones de quien las saca a la luz.
Un fragmento
de “Pabellón chinés” atribuido a Kenneth Rexroth, habla de “Gatos caseros,
gatos vagabundos, todos gatos sin dueño”. Eso son todos los poemas del mundo para este autor: gatos sin
dueño, que él hace suyos convertido en
el rey de los gatos, en un gato sabio, experto, de mirada penetrante y, sobre todo, en un
gato con muchas, muchísimas ganas de
liar la madeja.
En el mundo de
la literatura, ¿quién puede querer liebres pudiendo tener gatos? Dejen que este
libro de versiones y diversiones les dé gato por liebre, aunque sólo sea porque
los gatos resultan infinitamente más misteriosos. Jueguen con el fuego que hay
en estas páginas. Jueguen con el juego mismo y díganme luego si el gasto (y el
gato) de comprar y leer Arena y nada no ha merecido la pena.
LORENZO OLIVÁN. Santander. 27 de diciembre de 2011
LORENZO OLIVÁN. Santander. 27 de diciembre de 2011
José Luis García Martín, Arena y nada, Santander, La Grúa de Piedra, 2011.