Este viernes, 10 de febrero, a las 20:00 horas, en el Antiguo Instituto de Gijón, las asociaciones culturales "Encadenados" y "Versos libres" organizan un recital de poesía, como viene siendo habitual una vez al mes. En esta ocasión, el poeta invitado será Rodrigo Olay, autor de Cerrar los ojos para verte (Universos, 2011), con un acompañamiento musical a cargo de Dani García de la Cuesta. El acto será presentado por Javier Almuzara.
Para los que todavía no conocen la poesía de Rodrigo Olay (serán pocos), les dejo con las palabras de Carlos Iglesias acerca de Cerrar los ojos para verte.
Palabras para un libro:
Rodrigo Olay, Cerrar los ojos para verte,
Universos, Mieres, 2011, Premio «Asturias Joven» de Poesía 2010.
[Texto leído en la
presentación del libro, la tarde del 17-VI-2011, en la librería gijonesa La Buena Letra]
Quien se asome por primera
vez a la ventana que Rodrigo Olay nos abre en este su primer libro, descubrirá
a un autor que nos habla desde el presente con la mirada puesta en un pasado de
resonancias múltiples.
Si
todo libro de poemas se asemeja a una casa, como quiso Luis Rosales, no cabe
duda de que las cuatro habitaciones, o secciones, que conforman Cerrar los ojos para verte están bien encendidas.
En cada una de ellas se adensan los ecos de diferentes voces y tradiciones
poéticas, empezando por la lírica grecolatina de Catulo u Horacio, retomada
posteriormente por Berceo o Fray Luis (también presentes aquí), y concluyendo,
muchos siglos más tarde, con los poetas de la generación del cincuenta,
encabezada por Jaime Gil de Biedma, y con la poesía española de las décadas de
los ochenta y los noventa, representada por autores como Luis García Montero,
Luis Alberto de Cuenca, Víctor Botas, Carlos Marzal, Aurora Luque, o Juan
Antonio González Iglesias. Asimismo, a estas páginas se asoman Garcilaso (y su
visión del amor como una batalla cotidiana, tal y como se aprecia en los “Tres
haikus de un trovador” ―p. 34― o en “El duelo” ―p. 30―), San Juan de la Cruz (en poemas como “Por la
secreta escala” ―p. 36―, donde el amor se percibe casi como un camino de
perfección), Antonio Machado (en unos versos que recrean, con conmovedora
exactitud, los últimos días del poeta sevillano ―p. 61―), Jorge Guillén (en
pequeños poemas que son como destellos de serenidad meditativa; así sucede, por
ejemplo, con el que da pie a la hermosa portada del libro: “Mise en scène” ―p. 22―), Fernando Pessoa
(mediante el heterónimo Roderick O´Lay,
que nos descubre ‘el mapa del tesoro’ en la parte final del libro), e incluso
el anónimo autor de la Biblia
(en un poema, “Operación triunfo” ―pp. 69-70―, que deparará sorpresas a más de
un lector). Y todo ello sin olvidar la invocación constante a la ceguera sabia
de Borges. Porque Cerrar los ojos para
verte también tiene una cualidad de laberinto borgiano. Rodrigo Olay ejerce
en él una doble función: por un lado, es el guía cómplice que nos toma de la
mano y nos conduce por los escurridizos corredores de la tradición poética; por
otro, se erige en demiurgo capaz de convocar y manejar todas las presencias
ausentes que conviven en estas páginas.
Pero
nadie piense que nos hallamos ante un catálogo de citas, o ante un mero
ejercicio mimético: no. Rodrigo Olay no utiliza las influencias ajenas para
enmascarar su voz; antes al contrario, se sirve de ellas para devolvernos su
propia voz amplificada, matizada y filtrada por todas las lecturas que ha
venido realizando a lo largo de seis años, que son los que ha tardado en
ultimar y en dar forma definitiva al libro que hoy presentamos.
Es
la suya una voz poética que, a través de los distintos ecos que la nutren y la
habitan, nos habla de los temas eternos, a saber: la evocación agridulce de una
infancia que nunca acaba de extinguirse (como en “Huellas en la arena” ―p. 13―
o en “Constantes vitales” ―p. 14―); los primeros tanteos amorosos de la
adolescencia, unidos al descubrimiento del viaje en su doble sentido, físico y
literario; el fulgor súbito del mundo, vislumbrado en cualquier calle de una ciudad
mágica, como Venecia o Estambul; la consolidación del amor, que combina en
igual manera plenitud e incertidumbre (ambas laten en “La metamorfosis” ―p.
32―, o en los versos estremecidos de la inolvidable “Canción de aniversario”
―pp. 43-44―); la presencia de la muerte como un tributo necesario que hay que
pagar por el simple hecho de estar y de sentirse vivo. Tampoco se olvida ni de
incluir bromas posmodernas, como esa inapagable parodia de la literatura
universitaria que sirve de inesperado cierre al libro, ni de guiños
generacionales (“American Dream” ―p.
31―) a veces directamente ‘frikis’ (“El manco” ―p. 68― es una buena prueba de
ello).
Cerrar los ojos para verte es, como
estamos viendo, un libro caleidoscópico, pues cada vez que lo abrimos nos ofrece
una imagen igual y a la vez distinta de sí mismo, dándonos un nuevo motivo para
la alegría, la revelación o el asombro (el mismo asombro intacto que destilan
los “Cantares” ―pp. 39-42―, canciones mínimas que se ajustan como un guante al
júbilo de cada nuevo día, o esos haikus que nos permiten atisbar toda la
belleza del mundo por el ojo de una cerradura ―pp. 22-23―).
Por
todo lo que venimos diciendo, creemos que este libro no sólo se parece, como
todo buen libro, a un hogar confortable: también constituye una pequeña
revelación que intenta, a su manera (como el pájaro que cantó Leonard Cohen),
ser libre. Habrá, pues, que mantener los ojos bien abiertos para seguir viendo,
y leyendo, a Rodrigo Olay.
Carlos Iglesias Díez
Junio de 2011