Esta lluvia ritual. Esta tristeza
(tan mía) del otoño...
Lentamente
va dejando la tarde sus colores
ciegos, en el jardín.
He aquí el momento
propicio para el libro en que buscamos
la pregunta. La hora de las mágicas
palabras:
Las leyendas
de Grecia; las de Roma;
el verso en que perdura la caricia;
aquel amor insólito que alguien
encontró en cualquier parte
y fue el comienzo
o el fin de una tristeza;
Copérnico, en la noche; la terrible
cara del General, teñida en rojo,
en el día del Triunfo,
un día que hoy es sólo
un poco de silencio y una cosa
perdida entre las páginas de un viejo
códice o que celebra,
con áspero metal, una moneda;
los inquietantes ojos
del enigma;
la negra cabellera enamorada;
el abrazo imposible
de la Venus
de Milo;
La destreza de Orión;
los pasos (circulares) del anillo
de la anónima mano del orfebre
a la otra (más quieta) del cadáver;
el siglo de las luces; las perdidas
batallas del Islam; una más íntima:
tus dudas, incesantes; ese ídolo
tan precario: la ciencia;
(alguien dijo
ser imagen de Dios: falta su nombre);
las manos que Ejnatón puso en el disco
solar;
la huella de los remos en el agua;
la huella de los renos en la nieve;
los ojos de Minerva;
el filisteo
mordiendo el polvo último; la piedra:
la noche del insomnio y, en la noche,
una mujer sin cara que recibe
el cuerpo que no quiere;
la mirada del Sátrapa, buscando
los serenos crepúsculos de Nínive;
el espacio y el tiempo; lo que nunca
tendré: el tacto ardiente
de tu boca en la sombra;
los asesinos nazis;
los otros asesinos, en Oriente;
tantos que irán de uno
en uno, por las calles,
a mi lado;
la cabeza amputada de Pompeyo;
las lágrimas de César.
Cuántas cosas.
Me acerco a la ventana:
un hombre cruza
(el paraguas al brazo) la mojada
avenida de álamos.
Ignoro
quién puede ser. No importa.
Me parece
que él tampoco sabrá
por qué extraña razón se está muriendo.
Víctor Botas. 24 de agosto de 1979.